Aseguramiento o salud pública. ¿Contradicción imposible de resolver?

Oct 06 de 2019 0

Las enfermedades transmisibles, especialmente las sexualmente transmisibles, son el objeto, o más bien, el sujeto más relevante de la salud pública. Por supuesto que los casos individuales de cualquiera de estas patologías deben ser atendidos de manera individual y utilizando los mejores recursos de la ciencia y de la técnica para resolverlos. Es un derecho fundamental, que como todos los derechos fundamentales, son individuales.

Pero a nadie se le escapa que, ante un caso individual de una enfermedad transmisible, existe un riesgo colectivo. ¿Un derecho fundamental colectivo? Yo, como individuo, tengo el derecho a que una enfermedad que me puede ser transmitida por un contacto sexual, ¿sea objeto de medidas de prevención, de diagnóstico y de tratamiento? ¿Es la prevención de las enfermedades transmisibles, y de las sexualmente transmisibles, un derecho de los individuos? ¿De los individuos que no están enfermos?

En muchos países desarrollados priman esquemas de aseguramiento como mecanismo para asegurar el goce del derecho fundamental a la salud. Incluso en países en los que la salud no es un derecho fundamental, como los Estados Unidos.

En estos esquemas de aseguramiento, cada individuo tiene el derecho, y el equipo de salud tiene la responsabilidad de ofrecer diagnóstico y tratamiento a cada caso y a sus contactos. Y dependiendo de si el seguro de salud del individuo cubre el costo del tratamiento, lo recibe o no.

Esto en el caso de enfermedades crónicas no transmisibles, termina en que el paciente recibe tratamiento, o no lo recibe, y puede incluso morir de manera prematura y prevenible. Es lo que hoy pasa en los Estados Unidos con la diabetes, por ejemplo, como consecuencia del alto costo de las insulinas.

¿Pero qué pasa en el caso de las enfermedades de transmisión sexual? ¿Qué pasa en el caso de otras enfermedades transmisibles? En Estados Unidos existen los CDC, Centros de Control de enfermedades (transmisibles) y existen los NIH, Institutos Nacionales de Salud. Entidades Federales con presencia en todos los estados. Entidades enormes, con presupuestos enormes, que se movilizan ante la sospecha o la confirmación de un evento de una enfermedad “de interés en salud pública”. Y como en el mundo entero, tienen poder para aplicar medidas sanitarias de seguridad y de precaución. Esas dos funciones en Colombia las cumpliría el Instituto Nacional de Salud. Pero no es el INS una institución enorme ni, ciertamente, tiene un presupuesto enorme. Y sin ninguna duda que cumple la función de responder por las enfermedades de interés en la salud pública de los colombianos con los escasos recursos que recibe.

Pero el dinero de nuestro sistema de salud no va al INS. No va a la salud pública. Se dirige a las empresas que se ocupan de las atenciones individuales de las personas que solicitan ser atendidas y que logran que los atiendan. Además se sufre de una fragmentación tan profunda, que el Ministerio de Salud no tiene injerencia en lo que pasa en las fuerzas militares, o en las cárceles, o en los otros regímenes especiales, frente a las enfermedades de transmisión sexual.

Un enfoque así pudiera explicar porque, en un sistema de aseguramiento como el nuestro, las enfermedades de interés en salud pública han tenido tan pobre manejo. Porqué la malaria, el dengue, la leishmaniasis, o la sífilis congénita, tienen tan malos resultados. Porque se cayeron las coberturas de vacunación en la década pasada, tema que fueran el orgullo del sistema nacional de salud y que fue necesario prácticamente rehacer para regresar a coberturas útiles.

Tomemos por caso a la hepatitis C. Colombia, y la mayoría de países del mundo, se ha comprometido con su eliminación como una de las metas de desarrollo sostenible. Es una enfermedad transmisible por el contacto con sangre contaminada, lo que incluye las relaciones sexuales. Sin embargo, por diferentes razones, existen unos grupos poblacionales en los que el riesgo de transmisión es mucho mayor. Particularmente los usuarios de drogas inyectables y la población carcelaria.

En realidad no todos los usuarios de drogas inyectables, ni toda la población carcelaria. Solamente la población pobre que pertenece a esos grupos. El gran factor de riesgo de los usuarios de drogas inyectables es que se comparten las jeringas. El gran riesgo en las cárceles es que pasa cualquier cosa en términos de comercio sexual sin protección. Pero los usuarios de drogas inyectables y que pertenecen al régimen contributivo no comparten jeringas. Cuando lo solicitan, pueden tener acceso al diagnóstico, y ciertamente, al tratamiento. Los reclusos de las cárceles de máxima seguridad no tienen problemas ni para el uso seguro de drogas inyectables, ni para el ejercicio de la sexualidad debidamente protegida. Y en muchos casos, los reclusos que pertenecen al régimen contributivo en salud, continúan teniendo los beneficios del régimen dentro de las cárceles.

Debería ser evidente y estar fuera de discusión, que en cualquier postura desde la salud pública ante la hepatitis C o ante las enfermedades de transmisión sexual, se debe privilegiar a la población pobre de los grupos de mayor riesgo. Donde el responsable de la salud pública, el rector de la salud pública, priorice inversiones en estos grupos. No solamente porque tienen el derecho fundamental, que ya sería suficiente, sino porque es la manera de frenar o cortar la transmisión y de proteger a todos.

Pero no. El Ministerio de Salud ha concentrado su accionar en la promulgación de guías, de rutas de atención y de protocolos de manejo. Guías, protocolos y rutas que poco llegan al régimen subsidiado y ciertamente no a los usuarios de drogas inyectables en condición de pobreza y vulnerabilidad. Pero además, el Ministerio no tiene la competencia ni la autoridad ni el poder de obligar al INPEC y al USPEC a conducir campañas de diagnóstico y tratamiento para una enfermedad transmisible que hoy es curable, como la hepatitis C, o de otra enfermedad transmisible como el VIH, que aunque aún no es curable, puede ser prevenida mediante el tratamiento.

Sin duda el absurdamente alto costo de los medicamentos para estas patologías de interés en salud pública es un obstáculo mayor. Por eso hemos aplaudido la compra centralizada de medicamentos para hepatitis C que el Ministerio de Salud ha puesto en marcha con el fondo estratégico de la OPS. Las reducciones del 80% en el costo de los medicamentos, sin duda han allanado el camino para que hoy tengamos casi 2000 pacientes diagnosticados y curados. Pero solamente en el contributivo. Eso está empezando a cambiar, pero fueron necesarios dos años para que se encontrara el mecanismo para que los medicamentos llegaran al subsidiado.

Pero los usuarios de drogas inyectables, en condición de pobreza, experimentan dificultades para superar todas las barreras de acceso que existen en un sistema de aseguramiento con operadores privados. No son muy juiciosos para cumplir las citas, y hay casos en los cuales no se inicia tratamiento hasta que suspendan el uso de las drogas inyectables. Y hay dudas sobre el cumplimiento de la terapia y sobre la adherencia. Y ciertamente, no hay en Colombia programas regulares de control de daño, especialmente ahora que las políticas de criminalización han vuelto a ganar terreno.

Uno se pregunta si el problema ha sido una implementación inadecuada de un esquema de aseguramiento o si, por el contrario, los esquemas de aseguramiento, dado su enfoque centrado en las atenciones de los casos individuales, son poco útiles para el manejo de las patologías de interés en salud pública. O tal vez el problema radique en que no somos sociedades desarrolladas, existen problemas serios de pobreza, de marginalidad, de acceso a servicios básicos.

A los que sentimos nostalgia de aquel sistema nacional de salud que privilegiaba las intervenciones en la población pobre, rural y en la población sin acceso a servicios básicos, nos queda la impresión que el aseguramiento podría estar considerando la pobreza y la inequidad como el paisaje. Como el telón de fondo. Como el status quo, dentro del cual se firman unos compromisos de prestar servicios de salud. A fin de cuentas se recibe una UPC por cada individuo asegurado, para garantizarle los servicios que solicite. No para ocuparse de la desnutrición, de la ausencia de alcantarillado o de los determinantes sociales. Esos ya no son problemas del sector salud.

Por: Claudia M Vargas. Directora Fundación IFARMA. Francisco Rossi. Asesor Senior.

Fuente: periodicoelpulso.com

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